domingo, junio 25, 2006

Don Amadeo: el buen doctor


Mil novecientos cincuenta y dos, debe haber sido el año, el invierno azotó inclemente al pequeño pueblo y entre sus secuelas, trajo graves consecuencias a los pulmones de mi pequeño hermano, una complicada pulmonía rebelde que lo tuvo a muy mal traer y solo salio de ella gracias a los cuidados, dedicación y cariño de nuestro buen padre, que también fue madre, puesto que ella había fallecido años antes.
Pero no solo el cuidado y cariño podían vencer aquella enfermedad que en esos años y en un lugar alejado e inhóspito, en medio de la pampa y un invierno nevado, resultaba de difícil recuperación.
Era necesario atención médica, hospitalización, medicamentos y por lo tanto recursos monetarios, los cuales no los había, nuestro padre, por esos tiempos era solo un obrero que hacía trabajos esporádicos con los cuales obtenía escasa remuneración.
En el pueblo ejercían dos doctores de medicina general. Uno de ellos Don Amadeo, hombre de edad madura, digo madura por que para mi que era un niño de diez años, todo aquel que tuviera mas de treinta era un viejo, serio, estatura regular, calvo, de mirada inquisidora y usaba unos lentes de gruesos cristales que le daban un aire de persona docta y respetable. Vivía solo, nunca le conocí familia, en una gran casa con grandes ventanales y rodeada de arbustos y flores en una esquina del pueblo.
El se hizo cargo de la enfermedad de mi hermano Humberto. Lo atendió en nuestra humilde y pequeña casita alquilada. Orden estricta de guardar cama lo mas abrigado posible, ante la inclemencia del invierno, sobrealimentarlo, darle leche, avena, pollo, arroz, él mismo se preocupó que nada de aquello le faltara. También se encargó de las medicinas. Día por medio visitaba a Humberto, le colocaba las inyecciones de penicilina que el mismo llevaba y le extraía a través de punciones líquido dañino de los pulmones.
Se quedaba un buen rato con Humberto y conmigo, nos conversaba de muchas cosas y de lugares que el había conocido. Nos llevaba libros de su propia biblioteca. Recuerdo que con sus libros y sus conversaciones nos llevó por mares lejanos, con el conocimos lugares como Papúa, Nueva Guinea y sus pueblos; Tahiti, con sus playas y palmeras; Isla de Pascua y sus moais, parece que era entusiasta estudioso de aquellas culturas, todavía hoy recuerdo aquellas tardes, aquellas lecturas y sus enseñanzas.
Así pasaron los meses de invierno. Humberto se mejoró. La pulmonía fue vencida.
El doctor nunca mencionó que todo aquello tenía un costo o que se le debía algo por sus servicios.
Buen médico y gran hombre, el Doctor: Amadeo Antonelli.

El huerto de los Leuquén


En la última cuadra del pueblo, hacia el oeste, hacia donde estaba la cancha de aterrizaje, cerca del tambo y lechería de los Llamazares, en una manzana donde era el único sitio habitado vivían los Leuquén.
Familia numerosa: el matrimonio, los padres de alguno de ellos y los hijos, tres o cuatro.
Nombres no recuerdo muy bien, creo que eran el Caco, el Beto, la Marta, la Ana...
Casa grande y acogedora, en la amplia cocina siempre encendida la estufa a leña, un artefacto de fierro fundido con puertas para introducir la leña, bocas regulables con aros de distinta medida para colocar las ollas y sartenes, un estanque lateral para mantener agua caliente, también se le llamaba cocina económica, hoy se usan mucho en los campos donde aun abunda la leña y ésta mantiene un precio accesible, en aquel tiempo solo el trabajo de cortarla y acarrearla hasta el pueblo. Sobre la cocina siempre el agua caliente para todo aquel que quisiera tomarse unos mates.
También una gran olla con frutas y azúcar transformándose en deliciosa mermelada, o una olla en la cual se cocía una gallina criada en el propio gallinero y alimentada con grano de las mazorcas del propio huerto y también otra olla donde se cocían chapaleles, masa cocida de harina y papas de origen chilote, tierra de alguien de la familia, tampoco recuerdo cual de ellos, me parece que era mamá Leuquén. Que me perdone la familia, pero por mas que intento no puedo recordar el nombre.
En los estantes adosados a los blancos muros de adobe se alineaban frascos con mermeladas y frutas en conserva.
Una mesa amplia en la que siempre había sillas y platos para invitados o visitas inesperadas. Grande era la mesa, más grande el mantel tejido a crochet por la dueña de casa, pero nunca tan grande como el corazón de los Leuquén.
Mi hermano y yo, de niños, éramos permanentes ocupantes de aquella mesa, invitados o inesperados, pero siempre bien acogidos.
Con el tiempo, mi hermano conoció más de la generosidad de aquella familia. El ya se fue, pero se que siempre los llevó en el corazón y hoy, aunque tarde, yo quiero recordarlos antes de emprender el mismo camino que él.
La casa estaba rodeada de un cerco alto y tupido de tamariscos y álamos que se erguían desafiando al viento y protegiendo el bien tenido y abundante huerto. En el cultivaban verduras como lechugas, acelga, repollo, rabanitos, zanahorias; árboles frutales de los que colgaban: manzanas, peras, guindas; arbustos espinudos pero de exquisitos frutos: grosellas y corintos; también cultivaban papas, cebollas, maíz, mas de algún girasol adornaba los rincones, haciéndole guiños al sol del verano patagónico y en otro lugar plantas de la materia prima de una de las mas ricas mermeladas que recuerdo haber probado en mi vida y hecha por las manos hacendosas de la mamá Leuquén, me refiero al ruibarbo, que no es un fruto , sino que es una planta de hojas grandes y verdes y un tallo generoso, con ese tallo se hace la mermelada.
No era fácil mantener aquel pequeño oasis en esos lugares y en aquellos tiempos. Había que combatir el viento, las heladas, la aridez del terreno, extraer el agua desde un pozo profundo cavado por el papá Leuquén, con una bomba y con brazos que se turnaban para robarle el líquido a la tierra, los brazos del Caco, del Beto, los míos y los de la Marta. Me gustaba ver a la Marta cuando levantaba sus brazos para impulsar la palanca de la bomba, por que en su blusa ya se insinuaba un cuerpo de mujer el que le daba bríos a mi incipiente pubertad y vida a las verduras y frutas del huerto de los Leuquén...

jueves, junio 15, 2006

Un camino virtual


Por fin se asomó en mi pantalla un camino para llegar virtualmente a ese pueblo enclavado en medio de la meseta patagónica y en el punto preciso donde el viento lo acaricia o lo castiga, según sea su talante, y que ya estaba yo creyendo se lo había llevado el mismo, quizás a que confines.
Daniel, profesor de la EGB3 a quien había contactado hace muy poco por correo electrónico, en forma muy escueta (parece que el es así: escueto) me avisó de la puesta en marcha de un camino virtual: http://www.lasheras-patagonia.com.ar/ , construido por Michello Antolini, joven profesional llegada del verde y fecundo norte, posiblemente con una bandada de avutardas migratorias, se prendó del inhóspito paisaje y se quedó en estos pagos; colega en esto de proyectar y realizar vías de comunicación en la enmarañada red de Internet (me estoy arrogando títulos que no tengo, soy solo aficionado en esto de la computación, la cibernética y las redes).
Todo esto, probablemente, de acuerdo a los deseos de un Intendente visionario que quiere recuperar el camino perdido en esto de la Web. (Arrogancia aparte, pero en la red se encuentran sitios y páginas de ciudades, pueblos y lugares de menos relevancia).
De inmediato me puse mi traje de internauta, llene mi cantimplora de vino tinto, puse en mis ojos los anteojos especiales que ven pasado, recuerdos... y presente con sus bondades y problemas... y puse rumbo sur por la carretera de Internet Explorer, montado en el corcel de Google y por la ruta de acceso http://www.lasheras-patagonia.com.ar/, construida por Michello.
Rápidamente y sin demora llegué al destino, tanto tiempo añorado. Los senderos de mis pasos primeros, las aulas y el cariño con Julia del Carmen Gomez; los deportes, agradecimiento y el cariño con Eduardo Bernal; el agradecimiento y el compromiso con familias abiertas y sinceras como los Leuquén, los Burgos, los Muñoz, los Iparraguirre, los Franco, los... tantos y tantos, y sin olvidar la fraternidad, compañerismo y complicidad de los amigos y compañeros, en este momento prefiero no nombrarlos para no omitir a ninguno.También llegué a la calle Perito Moreno, es otra. Llegué a la plaza, es la misma pero distinta (se ve la torre de una Iglesia). Al museo, es igual al antiguo correo (es el mismo) donde nos llegaba a mi, a mi hermano y a todos los niños pobres el regalo de Evita por Reyes Magos. A una vista panorámica del pueblo con tres cerros al fondo, el pueblo es otro, mucho mas grande, los tres cerros siguen siendo tres y del mismo tamaño...
Mis padres Delfina y Vicente, modestos inmigrantes llegados de la vertiente del Pacífico de la cordillera de Los Andes, de Chile, consumieron su vida en estas latitudes y legaron sus huesos a la Patagonia. Yo quisiera legar mis palabras escritas en papel o simplemente en la Red.